domingo, 29 de noviembre de 2009

Biblioburro



Biblioburro- The donkey library

Dighole

Dighole
¿Alguna vez te has preguntado dónde saldrías si cavases un agujero en el suelo?
con éste maravilloso mapa lo puedes saber.

Ve arrastrando el mapa de arriba y su gemelo de abajo te mostrará el lugar exacto por el que saldrías en caso de ponerte a agujerear hasta llegar al otro lado de la Tierra.



lunes, 23 de noviembre de 2009

Relatos: Detención en Varanasi

Voy a ir publicando unos relatos que escribo cuando no tengo otra cosa que hacer.
Ahí va el primero:

DETENCIÓN EN VARANASI

Pese a la violencia de su trato hacia mi y de los empujones y gritos desproporcionados para que les siguiera, me dí cuenta de que yo era el único extranjero entre los detenidos y que se me trataba con más cuidado, si se le puede llamar así, que al resto de mis nuevos compañeros.
Nos llevaron a tirones a la parte trasera de un camión que debía llevar en plantilla más de 40 años, de esos que relacionas con el ejercito, donde se sientan unos enfrente de otros. Por techo una lona del mismo color verde que el camión.
Nos ataron las manos sin ninguna delicadeza con unas cuerdas que habían unido muchas más muñecas antes que las mías y que lucían unas sospechosas manchas oscuras.
Una vez en marcha, uno de los agentes, que en ese momento se me antojaba gigantesco, con boina y por supuesto bigote, se mantenía de pié agarrándose a una barra que sustentaba la lona y, medio agachado, gritaba con ferocidad a la cara de un aterrorizado muchacho sentado enfrente mio. Cada vez que terminaba lo que a mi me parecía una frase, le propinaba una tremenda bofetada que casi le hacía caerse al suelo del camión.
Perdí la cuenta de las veces que le abofeteó, pero recuerdo la cara del muchacho a medias entre la consciencia y la inconsciencia. Ya no estaba erguido orgulloso en su asiento, le habían quebrado la dignidad, ahora apenas se mantenía sentado apoyado en el hombro del muchacho que se encontraba asustado a su lado, pidiendo a sus dioses no ser el siguiente. El abofeteado sangraba de manera profusa por un oído y algo por la nariz.
Al ver el estado en que ya se encontraba, el policía se debió dar por satisfecho y se dispuso a sentarse, no sin antes lanzar una amenazante mirada a otro hombre sentado herguido dos cuerpos a mi derecha.
Al parecer éste le debió mantener la mirada un segundo más de lo que el orgullo del policía podía soportar y antes de volver a sentarse propinó una terrible patada en la cara del muchacho que emitió un estridente grito de dolor casi involuntario mientras la cabeza se le lanzaba hacia atrás para golpearse con una barra de hierro del camión. De inmediato se echó las manos a la cara para luego esconderla entre las rodillas a la vez que sollozaba en silencio.
Mi miedo se acrecentó de repente como la espuma de una cerveza mal tirada.
Decidí mirar al suelo con la cabeza agachada para no cruzar ninguna mirada que pudiese ser malinterpretada como un desafío.

A través de la entrada al remolque podía reconocer el bullicio de las calles principales de Varanasi. En otro momento me pudo parecer como un lugar caótico y donde el espacio personal no existía y la higiene no se dejaba encontrar. Pero allí sentado en el camión, con las muñecas atadas y doloridas y un incierto destino por delante, no se me ocurría un mejor sitio donde estar que en esas calles abarrotadas de gente, motocicletas, coches, triciclos con motor, vacas y algún que otro mono.
Nada deseaba más que estar ahí mismo regateando con algún conductor de ricksaw, o esquivando vehículos o buscando un puesto decente donde comer algo. Todo aquello parecía ahora lejano pese a estar a apenas 2 metros de distancia. Lo que daría por poder volver a mi rutina de las últimas dos semanas.
Casi podía entender lo que sería rezar, pedir salir de una situación terrible que está más allá de tu control.

Mientras estas ideas cruzaban mi cabeza debimos llegar a nuestro destino porque el camión se paró y los gritos comenzaron de nuevo. Como animales asustados de camino al matadero seguíamos las ordenes de nuestros amos sin que siquiera la idea de revelarse o salir corriendo nos cruzase la mente.
Más policías nos esperaban fuera, todos con sus uniformes verdes, sus bigotes y sus boinas. Algunos llevaban unas largas porras de madera que usaban sin piedad contra la espalda de los rezagados.
Estábamos en frente de lo que debía ser una comisaría. Un destartalado edificio gris de tres plantas a juego con el resto del vecindario. La entrada era una enorme puerta de madera por la que pasamos sin casi tiempo para reconocer nada más que unas escaleras que nos conducían a una planta baja.
Un par de policías estaban comiendo una dosa con daal y algo de arroz hervido en una mesa de metal. Uno de ellos se me quedó mirando al pasar y dijo algo en voz alta que hizo que su compañero de desayuno me mirase y emitiese una sonora carcajada. Ahí iba mi supuesta inmunidad. La poca confianza que tenía en salir de esta situación indemne gracias al color de mi piel se acababa de ir dando vueltas por el desagüe.

Un olor agrio que no llegaba a identificar se mezclaba con el familiar de las especias que separan de manera inequívoca a la India del resto de países en que haya estado.
Mientras andaba siguiendo al rebaño me fijé en lo deteriorado del lugar y de lo sórdido de su aspecto iluminado con fluorescentes. Con paredes desconchadas que parecían sudar un sudor oscuro que caía desde el techo. Atravesábamos un pasillo con viejas puertas metálicas a ambos lados que daban paso a idénticas habitaciones con una mesa metálica en el centro y varias sillas a juego. Cada nueva habitación que veía me recordaba a todas las anteriores.
Algunas de las puertas estaban cerradas y de algún rincón surgían gritos de súplica que hacían que un escalofrío me recorriese la espalda.
Se me ocurrió entonces que lo que fuera que me pasase en este lugar me convertiría en una parte más del mismo. Estos policías lograrían que, mediante vejaciones y golpes, gritos y humillaciones me mimetizara con el entorno. Sería como un verso más de un poema. Lograrían que rimase con las sillas y paredes sucias, comida cargada de especias, la luz fría, el ambiente desgarrado y la desesperación de un lugar cargado de terribles recuerdos.
Casi les podía ver el lado artístico a los policías que de una manera ensayada mil veces me darían la forma de este edificio viejo.

Llegamos al final del pasillo que desembocaba en una sola habitación más amplia que las anteriores y donde no había barrotes como yo esperaba. Solo la eterna mesa de metal con sus sillas orbitando alrededor.
Unos de los policías que no llevaron hasta allí, un hombre bastante mayor, nos dijo algo con bastante serenidad mientras señalaba un rincón de la habitación. Al ver a mis compañeros de penurias sentarse contra la pared del lugar donde había señalado el hombre yo les seguí.
Ser uno más me hacía sentir algo más seguro, nos convertíamos en un solo organismo.
Me recordó algo que leí sobre los safaris, al parecer los leones, ¿o eran los elefante? El caso es que no atacan a un grupo que se encuentre en un coche porque lo consideran como un solo animal más grande que los individuos por separado.
Eso eramos nosotros ahora. Nos movíamos de manera coordinada sin habernos puesto de acuerdo antes. Como las bandadas de pájaros o los bancos de peces. Nos protegíamos en el número.

Si es cierto lo que se dice de “mal de muchos, consuelo de bobos” yo era la persona más boba del universo.

Una vez en el suelo osé levantar la cabeza para ver qué pasaba a mi alrededor, y al poco de hacerlo un policía, que debía seguir en la adolescencia me miró y puso lo que se le ocurrió sería una cara que infundiría pánico y respeto a todo aquel que le mirase. La misma cara que había visto a sus compañeros más mayores poner cuando se dirigían a un detenido, solo que al ver lo forzado del gesto se me escapó una leve sonrisa, quizá nerviosa.
Al ver el chaval su autoridad puesta en duda por un extranjero que se había burlado de él no pudo contenerse y se levantó de un salto de la silla en la que estaba sentado y andando hasta donde yo permanecía sentado me iba gritando en un inglés entrecortado:
-¿De qué te ríes? ¿Eh? ¿De qué te ríes?
En el momento en que estaba lo suficiente cerca de mí me lanzó una patada que me dio en la pierna izquierda que tenía pegada al cuerpo.
De inmediato le miré y dije que no me reía da nada, que lo sentía, que eran los nervios.

Con esta poco convincente explicación se debió dar por satisfecho. Después de mirarme con su cara de autoridad, algo más convincente esta vez gracias a la patada que le confirió más seguridad, se dio la vuelta y volvió a su silla.
Mientras andaba hacia la silla pensé que en otra situación ese mismo muchachito habría volado por los aires contra una de las paredes. Era de complexión muy delgada y en los movimientos se le notaba que no tenía gran sincronización ni mucha fuerza, pero en ese momento se podía permitir sentirse el rey.

No pasó nada más que horas desde ese pequeño incidente. Y me dí cuenta que el miedo había dado paso al odio y la rabia. Eso estaba bien. Me sentía más en control de mí mismo.

Por la luz que entraba por un minúsculo tragaluz situado en la pared de enfrente nuestro y que daba a la calle, supe que se estaba haciendo de noche, luego llevábamos unas 6 horas ahí abajo sentados en el suelo con las manos atadas.

Uno de los detenidos estaba durmiendo apoyado en parte en la pared y en parte en los hombros de su compañero de al lado, mientras dormía emitía un leve pero agudo ronquido.

Nadie vino a decirnos ni darnos nada. Los policía se habían turnado y uno de los que estaban en ese momento en la habitación con nosotros estaba dormitando sentado en la silla y con el cuerpo apoyado en la mesa. Al cabo de cierto tiempo yo también me quedé dormido.

En cuanto salió el sol, un policía nos despertó a gritos y empujándonos con las botas.
Al parecer era la hora de desayunar y nos traían unas chapatis que dejó en el suelo en un plato de lata formando una montaña de pan indio. Al lado depositó una jarra de agua, sin vasos ni nada.
Mientra los demás detenidos hacían cuenta del pan como podían, yo me entretuve con la jarra de agua derramando gran parte en la operación. Como extranjero que era, lo más probable es que esos sorbos pasasen factura a mi estómago más adelante, pero saciar la sed que tenía era lo único que me importaba mientras bebía. No comí nada.

Cuando terminamos el frugal desayuno se nos indicó una puerta que daba a un servicio que se limitaba a un agujero en el suelo junto al cual había un barreño con agua justo debajo de un grifo.

Horas más tarde, cuando deduje que debía ser mediodía oímos unas voces y unos pasos acercándose por el pasillo. Un grupo de policías se dirigían hacia donde estábamos.
Era el momento, el grupo se empezó a inquietar y a moverse en sincronía. Algunos murmuraban en bajo y todos mirábamos con atención el final del pasillo por el que venían las voces.

Era lo que esperábamos, un grupo de policías, cinco. El que me dio la patada el día anterior, que se había quedado dormido, se puso en pié al verlos entrar. Uno de ellos, de mayor edad más bajito y algo más relleno que el resto, nos empezó a mirar sin mucho interés. Llevaba las manos cruzadas a la espalda y aspecto de tener más autoridad que los demás.

Al cabo de unos segundos examinándonos fijó su mirada en mí y le dijo algo al otro policía, que no había parado de hablarle casi al oído desde que llegaron. El que no paraba de hablar paró y me miró como el que mira un desperfecto en la pared y volvió a hablar al gordo de nuevo. Tras un corto intercambio de órdenes y demás, el que no paraba de hablar se me acercó y me dijo que me levantase.
Yo obedecí con más dificultad de la esperada. Nunca me había tenido que levantar del suelo con las manos atadas y era más complicado de lo uno que se puede imaginar.
Una vez de pié me preguntaron en inglés de dónde era y dónde estaba alojado.
Tras contestar sus preguntas, uno de ellos, que no había intervenido hasta ahora, me dijo que le acompañase señalando la entrada al pasillo por el que habíamos llegado horas antes.

Y así hice, detrás del policía iba yo desandando el camino con destino mi posible libertad. Según me alejaba de la habitación no pude evitar echar una rápida mirada a lo que dejaba atrás. A la que había sido mi bandada de pájaros, mi banco de peces.
Nos paramos unos segundos en una ventanilla con un señor de unos 80 años que se encontraba sentado al otro lado del cristal. Tras intercambiar unas palabras el señor de la ventanilla le pasó una bolsa de plástico blanca al policía y éste me la entregó a mí y me pidió que comprobase si eran mis cosas.
Le eché un ojo por encima y reconocí mi cartera roja. Me dí cuenta que solo había unas monedas donde debería haber bastantes rupias, pero decidí no decir nada al respecto. Esa sería la fianza que pagaba por dejarme salir. Tras eso proseguimos el camino escaleras arriba.
Cuando llegamos a la puerta, el policía me desató la cuerda de las muñecas, se dio la vuelta y regresó escaleras abajo por donde habíamos venido sin dirigirme ni una sola mirada.
Y allí estaba yo, delante de la puerta de la comisaría bajo la curiosa mirada de varios policías que descansaban sentados en un banquito de madera situado a un lado de la entrada. Al poco, éstos se cansaron de mirarme y comenzaron a mirar a un grupo de mujeres vestidas con coloridos saris que pasaban por delante hablando de manera ruidosa y riendo en voz alta.

Me encaminé hacia donde deduje se debía encontrar el río.
El ruidoso caos de Varanasi, una de mis ciudades favoritas de India, me pareció una fiesta de cumpleaños llena de gente.
Enseguida encontré una bocacalle familiar que me permitía adentrarme en el laberinto de callejuelas llenas de vacas, niños, hippies japoneses e israelíes, hostales y pequeños restaurantes.
Me metí en un restaurante cualquiera, me senté solo en una mesa con cuatro sillas y pedí el menú.

Tres días después me subí a un tren con destino Gorakhpur, de allí un autobús desvencijado me llevó a Sunauli desde donde crucé la frontera con Nepal a pie. Ya al otro lado me relajé un rato en un puesto donde pedí un refresco y negocié una furgoneta hasta Pokhara donde estaría un mes antes de partir hacia Katmandú.











martes, 3 de noviembre de 2009